Me la juego que la cura está en el mar.


Hacé silencio. ¿Los escuchás? Van haciendo ruidito a cristales. El entrechocar se eleva como cánticos navideños, pero con un dejo amargo y oscuro. Se puede sentir desde lejos en las grandes ciudades. Se puede escuchar con tristeza en las noches de luna llena. Hacé silencio. Prestá atención. Son los corazones hechos pedacitos que alguien no supo amar.

Los escuché por primera vez a los 15 años. No entendía de dónde salía ese ruidito a caja de rompecabezas. Me costó algún tiempo darme cuenta de que salía de adentro mío. Cuando caminaba. Cuando bailaba con mis amigas. Cuando corría el colectivo. En cuanto lo comprendí, empecé a escuchar los demás. Escuché las "cajas de rompecabezas" en las chicas que esperaban el bondi en mi parada. Percibí alguna vez las "canicas" en una joven paseando un perro. Una vez me pareció escuchar casi una "lluviecita de astillas" en un hombre cabizbajo y oscuro que me cruzó fumando un pucho. Pronto me dí cuenta de que todos hacían ruidito a corazón en pedazos. Pedazos, pedacitos, astillas. Nadie se salva de los desengaños malhadados de ese oxígeno intoxicante que llamamos amor.
Con el paso de los años empecé a escuchar cómo la sinfonía adentro mío se iba afinando. Cada engaño, cada desplante, cada indiferencia iba achicando los pedacitos. Ya estaba acostumbrada a escucharlos. En mí y en los demás. Y así fue que, cuando las heridas ya tenían sal y algunas eran hasta cicatrices, casi sin darme cuenta, empecé a jugar.
A veces apostaba contra mí misma qué ruido iba a hacer la persona que me pasaba por al lado. Miraba la edad, las caras de desazón, las ropas apagadas, la falta de interés en lo que sucedía alrededor. Rompecabezas, astillas, canicas, astillas, cristales, rompecabezas. Casi siempre le pegaba. Así también me he llevado sorpresas. Como el día en que una chica de no más de veinte años me pasó por al lado mirando a la nada, haciendo ruidito a lluvia finita. O la vez que una pareja de viejitos tiernos caminaba por la plaza de la mano, irradiando luz, y en absoluto silencio.
Otras veces jugaba a la noche. Las noches suelen ser intensas. Uno puede sentir los corazones hechos pedacitos dar vueltas en la cama. Me hice un calendario para anotar cuáles eran las peores nocturnidades. Fin de año. El día de los enamorados. El comienzo del invierno. Los más terribles eran los solitarios domingos. Tenía cruces irremediables casi todos los domingos del año.

Un día decidí que no quería jugar más, y que tenía que hacer algo al respecto de mis propios pedacitos. Empecé a buscar caminos para unirlos. "Arte", me dije. Creé canciones, escribí blogs, pinté cuadros. No funcionó. "Deporte", entonces. Corrí los 5k, hice natación, me fui a la pista de atletismo. Nada. "Fiesta" pensé. Salí con amigas, conocí gente, le hice el amor a ruidosos extraños. Todo resultó en vano. Mis pedacitos no se querían pegar con nada. Seguí por diversos derroteros, cada vez más extraños, conocí gente, leí libros; nadie parecía tener la solución para un corazón roto, para el llanto de nuestros pedacitos, para la lenta agonía de los enamorados.


Así fue que en unas vacaciones, escapando de la realidad, de la rutina, de los ruidos de la ciudad inmensa, llegué a un pueblito perdido entre los médanos, a orillas del mar. El ruido a cristales allí era más suave. A la noche podía disfrutar millares de estrellas en silencio. De día podía escuchar el viento. Por algún extraño motivo, sentí que en ese lugar mágico de soledad, en esos médanos blancos y misteriosos, en ese oleaje intenso y libre, estaba la respuesta. Y es que ahí, con la mirada perdida en el mar, los pies hundidos en la suave arena, la mente puesta en perdonar a esos fantasmas del pasado; ahí, donde los cristales brillaban al sol rajante y se querían ir con el viento, ahí, sin dudarlo, los pedazos rotos de mi corazón herido, eran espuma.

Blanca
Libre
Eterna
Espuma.




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