Cuando la noche es más oscura...
Algunas veces te sentás frente a una hoja en blanco y las
palabras brotan solas, como hormiguitas que saben su camino de memoria,
sintiendo el aroma de sus compañeras. Pero otras veces hay que pensar
seriamente en lo que uno quiere decir (sabiendo siempre que el que lee puede
entender cualquier cosa), poniendo la meta en sacar lo que una tiene adentro.
Sean hormiguitas o elefantes.
Hace semanas que estoy triste y que estoy intentando escribir
lo que siento. Lo que lloro. Lo que pienso. Lo que imagino. Lo que vivo. Pero el
teclado se me resiste. La hoja se queda blanca, vacía, impoluta, vacua, sin sentido.
Como un espejo. Como otra yo.
Hoy, por algún motivo de este extraño destino sin mapas, sin
candados, sin caminos; las palabras fluyen, se anudan, se encuentran, se
abrazan, se aman en un instante de frenesí y delirio, como si fuera la primera
y la última vez. Quiero frenar el torrente de frases y recuerdos que vienen a
torturarme para salir. Decirles que no me da el cuero, que no me da el tiempo, que no me dan las yemas
de los dedos sobre el teclado para darles todo el protagonismo que se merecen. Y
entonces lentamente se empiezan a alejar. Me hacen burla. Se ríen de mí y me
hacen pito catalán desde atrás de un muro de fotos, momentos eternos e
instantáneos, congelados, que no puedo romper ni sacar de mi cabeza.
Las hormiguitas no quieren caminar, los elefantes no quieren
salir. Y no es que crea en algunos de esos clichés que uno siente al terminar
una relación: sé quién soy. Voy a volver a amar. A sonreír. A dejar de llorar
por dentro. A vivir. Incluso ya te estoy dejando ir. Fluir. Seguir. "Hay que soltar" me dijeron. Voy a
sanar.
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