Como pompas de jabón.

Día gris. Lluvias, rayos y truenos. Poca gente en la calle. Todo eso para mí se reduce a una sola palabra: Melancolía. Estoy sentada en la parada del colectivo, viendo como el cielo parece desarmarse en forma de gotas de agua y cae en el color verde del pasto. Los árboles se dejan arrasar por la fuerza del viento invisible y los relámpagos se ven completamente por la falta de construcciones. "No estás acostumbrada a esto, niña mimada", me digo. Y es que en un día así, me quedaba en casa (base de operaciones: cama), en pleno centro de la populosa ciudad. No lo extraño. No me quejo. Es sólo una experiencia nueva. Llega el colectivo. Allá viene. Avanza despacio, el-muy-considerado-chofer, para no empaparme con sus ruedas en los charcos de agua. Me siento a la derecha, para poder mirar el mar. Ah, ¡el mar! Se mezcla con la niebla, hasta hacerse todo una masa del mismo color. Y es que tiene todo esa misma esencia. Lluvia, niebla, mar. Son diferentes estados. Son diferentes funciones. Lo único que se distinguen son las blancas cumbres de espuma. Y las aves que van y vienen, libres y ajenas a los embates del día gris. Ajenas a mi melancolía. Me siento frágil y sensible, como una burbuja. Me siento elevar hacia puntos impensables... pero casi sin quererlo, me siento a punto de explotar. Y es que no sé. Nunca sé cómo manejar mi melancolía. Nunca sé cómo sobrellevar un día gris.

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